Si no creyera
Se ha escrito mucho de la locura de los dictadores y no se agotarán los adjetivos sinónimos de loco para descalificar a Putin en el contexto de la guerra de Ucrania. No entraré como psiquiatra en el diagnóstico si lo hubiera de una persona a la que no conozco, pero sí recordaré una vez más la dificultad que tenemos para admitir la capacidad humana de destruir independientemente de la concurrencia o no de una enfermedad mental. Todo ello a pesar de las constataciones reiteradas de la incidencia y reincidencia mayoritaria de los llamados cuerdos sin compasión en los crímenes de guerra y actos de barbarie colectiva.
La tentación de psiquiatrizar el mal ha sido históricamente casi tan recurrida como la de instrumentalizar la psiquiatría como arma de control social. A estas alturas casi he desistido de esgrimir el peso abrumador de la estadística que desmiente el prejuicio y de invocar a Hannah Arendt a la hora de conceptualizarlo, el mal digo: nunca radical, siempre extremo, carente de toda profundidad, capaz de crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. La enfermedad mental y la enfermedad moral han compartido erróneamente espacio en la genealogía del pecado y el delito y en la medida en que las sociedades han avanzado a la luz de la razón habitan dimensiones diferentes y con frecuencia divergentes a poco que se las mire ateniéndose a los hechos.
El 11 de marzo era noticia que Rusia bombardeaba un hospital psiquiátrico con varios centenares de pacientes en el este de Ucrania y una ola de indignación me sacudía por dentro como los dolores sordos. Denunciar en redes la masacre de inocentes y seguir viviendo con la buena conciencia de quien comparte su desahogo desde el sofá de casa al final del día, y siente la superioridad moral de estar en el lado correcto de la historia no es algo en lo que me prodigue por muchos motivos. A fuerza de ver cabalgar contradicciones a golpe de tuit y desmitificar narrativas saturadas de la retórica política, son pocas las veces que me concedo hacer una excepción, cada vez menos, pero esa vez la hice.
Un mes después la llegada a España en un vuelo fletado por el Ministerio de Asuntos exteriores de un centenar de ucranianos vulnerables que precisaban atención especializada de salud mental me requería. En ese estado de cosas y de la noche a la mañana, dejé de ser la psiquiatra que asistía a la contienda por televisión. No es la primera vez ni me temo será la última que se producen evacuaciones o crímenes que tienen como protagonistas involuntarios a enfermos mentales en medio de escenarios bélicos, estos sí, auténticamente demenciales. La Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial o la de los Balcanes cuentan en la particular historia de la infamia con episodios de triste recuerdo que siguen siendo pasto del olvido como sólo los inocentes pueden serlo. A veces, paradójicamente habiendo constituido el último vestigio o reducto de convivencia que pueda ser llamada humana.
Lo cierto es que se organizó un operativo conjunto Gobierno central con la Comunidad de Madrid, en la que ésta acogería a los refugiados ucranianos con enfermedad mental evacuados desde hospitales psiquiátricos de su país. Y en la pequeña intrahistoria de los pueblos, en la que se cosen las entretelas que rompen quienes se creen destinados a pasar a la posteridad y sus senderos de gloria como los retrató Kubrick, un grupo de profesionales comprometidos ajenos a las grandes gestas y sus juglares, se empeñaban, se siguen empeñando, en reparar las heridas de guerra que desgarran las almas y en restituir la palabra violentada. Cada uno con su bagaje a cuestas en crisis humanitarias y epopeyas domésticas, devuelven la fe en la condición humana y la memoria de un credo vocacional que cantó Mercedes Sosa hace mucho: si no creyera en la balanza, en la razón del equilibrio, si no creyera en el delirio, si no creyera en la esperanza. Si no creyera, y no creyera...No olvido sus rostros, tranquilos, silenciosos, provistos de lo puesto con sus maletas a cuestas y sus historias escritas en cirílico y en la piel porque el cuerpo siempre lleva la cuenta de las palabras que no se pudieron pronunciar. Aguardaban pacientemente, nunca mejor dicho, haciendo alarde inusitado para algunos de buen juicio en medio de tanta locura, atravesando días de viaje y vicisitud, ayudándose unos a otros, conjurando con sus vínculos el desarraigo y el miedo y conservando la esperanza de poder volver quién sabe a dónde mientras agradecen la acogida que se les brinda. Los recuerdo, los he mirado, y no puedo tener la buena conciencia y mucho menos la superioridad moral de quien no ha visto ni verá, instalado en la atalaya de cualquier paraíso distópico impuesto por la fuerza. Porque en un mundo donde un hospital de inocentes puede ser bombardeado o tiene que ser expatriado, es imposible no sentirse responsable y directamente concernido, aunque las consecuencias de la guerra terminen perdiendo vigencia entre las novedades que despiertan solidaridad, o precisamente por ello.
No en vano escribía Javier Marías que otro de los inconvenientes de sufrir una desgracia, es que al sufriente le duran mucho más los efectos, el duelo. Esta semana leía en prensa cómo el psiquiatra ucraniano Serhiy Mykhnyaké del Hospital de Leópolis informaba telemáticamente en un simposio de referencia en Avilés de más de un 36% de pacientes atendidos en salud mental sufriendo trastorno por estrés postraumático y de 628 hospitales dañados y 118 demolidos, potentes metáforas de la curación destruidas y últimos exponentes de la civilización convertidos en ruinas. Recuerdo haberme preguntado aquellos días al contemplar a los refugiados y su dignidad emergiendo de un inframundo, dónde quedó la razón y dónde está la locura, y hoy, con la distancia apenas justa para responderme y el tiempo escaso para escribirlo, sé dónde no está con seguridad. Y respondo con las únicas palabras que pueden dar cuenta de tamaño despropósito, las de la poesía redentora y lúcida, las del poema El loco de Antonio Machado: No fue por una trágica amargura esta alma errante desgajada y rota; purga un pecado ajeno; la cordura, la terrible cordura del idiota.
Mercedes Navío Acosta
Artículo publicado en el Diario El Mundo el 5 de julio de 2022
https://www.elmundo.es/opinion/2022/07/05/62c427c221efa08f468b4576.html
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