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Salud mental y agenda política: volver a dónde




Decía Victor Hugo que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo. Incluso el presidente del Gobierno señalaba "la urgencia de lo importante" al abordar la Salud Mental, y ahora hace lo propio la nueva Ministra de Sanidad. Quienes trabajamos en gestión y tenemos que convertir las palabras en hechos, so pena de quedarnos en ellas, sabemos, no obstante, que la brújula es tan importante como el reloj si no se quiere morir de éxito o terminar cabalgando la contradicción. La Salud Mental parece haber salido definitivamente del armario y, como escribía Álvaro Pombo en este periódico, "es preferible la plena luz a la plena oscuridad", aunque eventualmente puedan desdibujarse sus límites entre las procelosas aguas del malestar, siempre potencial caladero de votos. O se use como arma política calificando al adversario de mal medicado. Siempre me dieron más miedo "los cuerdos" que "las locas", pero esa es otra historia.

Que la Salud Mental entrara en la agenda política es un esfuerzo de muchos, fuera y dentro de las instituciones, que está teniendo en este momento su emergencia, catalizada por el incremento exponencial de la necesidad en la pandemia, sobre todo acuciante en la población infanto-juvenil y la prevención del suicidio, donde asistimos a un escenario inédito que va a prolongarse en el tiempo. Ursula von der Leyen la hacía protagonista también recientemente en la Conferencia sobre el futuro de Europa. Todo este protagonismo es una oportunidad no exenta de riesgos. El primero, aunque resulte paradójico, es que sea la peor versión de la agenda política la que termine entrando en la Salud Mental y no al revés, con su potencial disolvente y polarizador y el intento de apropiársela en régimen de monopolio.

El segundo es que, en una deriva inflacionaria del mercado de las ideas, podamos incurrir en la paradoja lampedusiana del gatopardo: que todo cambie para que todo siga igual. La estrategia de Salud Mental del Sistema Nacional de Salud, aprobada en la pasada legislatura, representaba un consenso de mínimos que ha concitado la responsabilidad más que el entusiasmo para evitar la anomalía de más de una década sin referente marco a nivel nacional. Se ha hecho de la necesidad virtud, esperando que el plan de acción que la acompaña con financiación específica insuficiente y no destinada a recursos humanos sea un punto de inflexión sin retorno en su priorización a nivel nacional.

Hay un tercer riesgo también inflacionario, el legislativo. Para la construcción de consensos fundamentados y perdurables es necesario renunciar a maximalismos y la propuesta de una ley de Salud Mental tal y como estaba formulada lo era. Qué duda cabe de que los determinantes sociales son importantes en Salud Mental, pero la mejor forma de abordarlos no es una ley específica que pretende una discriminación positiva involutiva. La creación de empleo y la protección social son el camino efectivo para lograr esos fines. Sabemos que una economía pujante y una sociedad cohesionada son el mejor ecosistema para culminar proyectos existenciales autónomos, responsables y libres, y que un abordaje intersectorial con salud mental en todas las políticas es la mejor política de salud mental. La Reforma Psiquiátrica, y con ella el modelo comunitario de salud mental, triunfó en la España de la Transición. Abrazada por mayoría, se consagró incontestable para el bien del conjunto. Sus detractores o se convirtieron o se extinguieron. La Ley General de Sanidad que requiere actualización fue un exponente de ese éxito, la integración de su atención en la atención general. Intentar ganar una batalla ya ganada expresa la nostalgia de una épica heroica extemporánea. Hacer la revolución de la revolución es caer en la tentación del fracaso y olvidar que a todo ejercicio de maximalismo se le puede enfrentar otro simétrico al que se acabe resucitando. Y la plusvalía disputada, como las calorías vacías, se consume y a lo peor engorda, pero no alimenta. ¿Volver, a dónde? Tenemos mucha tarea por delante para volver a los peores planteamientos de la antipsiquiatría en un bucle melancólico, como la negación de la enfermedad mental, reeditada ahora en su deconstrucción posmoderna. Los mejores, su regeneración moral y la denuncia del régimen manicomial fueron incorporados en nuestra disciplina, y hemos de seguir profundizándolos para no incurrir en el control social, pero tampoco en el abandono. No vamos a renegar a estas alturas de los avances científicos eclécticos, cuando no sincréticos, logrados en las últimas décadas: desde la psicofarmacología a las psicoterapias, pasando por las neurociencias y las humanidades. Han alumbrado verdades en el equilibrio de la dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo que no se pueden sacrificar en aras del triunfo de narrativas saturadas preñadas de la guerra cultural que hace rehenes a los más vulnerables. Decía Camus: "Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo... Quizá nuestra tarea sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga." Ojalá prendiera esta otra épica heroica, otro gallo nos cantaría.

Los derechos de las personas con problemas de Salud Mental a menudo invocados no son otros que los derechos humanos y su emancipación no pasa por la negación de necesidades específicas, que suponen el 15% de la carga de enfermedad poblacional. En el ámbito sanitario, donde rige la Ley Básica de Autonomía del Paciente entre otras, no es urgente legislar más en esta materia, lo que es perentorio es que las leyes se cumplan. Y en este sentido rescato la oportunidad de blindar presupuestariamente la inversión en Salud Mental. Me atrevo a decir que el consenso científico y social en torno a garantizar la cobertura prioritaria de esta necesidad elevando su insuficiente porcentaje actual del gasto sanitario de apenas el 5% es unánime, pero para ello no conozco otra vía más eficaz que las leyes de presupuestos. Además de necesaria y justa, esta inversión en actuaciones preventivas y terapéuticas orientada a la recuperación es coste-eficiente y tiene una alta tasa de retorno social y externalidades positivas, que superan y mucho a otros ámbitos de la sanidad tradicionalmente con mayor inversión e innovación, desmintiendo así la racionalidad de todo pesimismo presupuestario. Ahí es donde hay que incidir y mantener el incremento de financiación sosteniéndolo en el tiempo hasta acabar con los déficits estructurales y aproximar las ratios de profesionales-la tecnología punta en Salud Mental-a los estándares europeos, máxime con un horizonte próximo de relevo generacional y en medio de una concatenación de crisis sanitaria y económica. Distraerse de ese objetivo a nivel nacional y no acometer una política ambiciosa central en materia de recursos humanos es el riesgo crítico que impediría pasar de las musas al teatro o quedarse con la peor versión de éste, el postureo. Y es que la romantización de la salud mental puede frivolizar tragedias mientras exhibe lagrimones en un ejercicio de mera propaganda. Esa banalización dejaría de nuevo a la intemperie a quienes están en situación de mayor vulnerabilidad y no tienen fuerza para quejarse porque sufren una ley, ésta sí que inexorable, la ley de cuidados inversos: quienes más necesitan atención son quienes menos la reciben y menos la demandan. No he llegado hasta aquí para terminar desmintiendo al libérrimo Víctor Hugo, sino recordando una de las sentencias del autor de Los Miserables: "Todo poder es deber". No conozco una formulación mejor de la responsabilidad en política y a ella emplazo con estas líneas. Como sociedad, el precio de no invertir en Salud Mental lo suficiente en este momento y en las dianas adecuadas, y de destruir los consensos construidos sobre ella en la Transición, sería impagable. No la mienten en vano.


Mercedes Navío Acosta es psiquiatra y Gerente Asistencial de Hospitales de la Comunidad de Madrid

Artículo publicado en el Diario El Mundo el 12 de diciembre de 2023

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