Olimpiadas de la salud mental
Que si a Simon Biles se le hubiera roto una pierna no hubiéramos asistido al debate intenso de estos días en redes sociales sobre si lo excelso habita en el sufrimiento hasta el martirio que preconizan algunos de sus detractores o en el reconocimiento de la propia fragilidad que idealizan hasta la revictimización otros tantos de sus defensores, más Simonistas que Simon; es un síntoma más de lo connotada en todos los sentidos que está la salud mental. Mucho más que otros ámbitos de la salud, aunque ninguno sea neutro en este universo simbólico. No estaría de más una relectura de La enfermedad y sus metáforas de Susan Sontag y de cómo determinados mitos, interpretaciones descarnadas de la realidad, añaden sufrimiento al dolor.
A una concepción mítica se refería probablemente Kipling cuando en su conocido poema If trata al éxito y al fracaso como esos dos impostores. Sólo Simon Biles puede saber la significación última de su retirada parcial y si ésta está alineada con su genuina esencia o alienada por el narcisismo encubierto que acompaña a algunas heridas existenciales sin curar. Ojalá sea lo primero. Si no, es sólo cuestión de tiempo que el peso de las medallas no disputadas sea mayor que el de la conseguida. Y desgraciadamente de poco servirá entonces lo que diga casi nadie. To Thine Own Self Be True es el aserto de alcohólicos anónimos, grupo de ayuda mutua casi centenario, que recuerda el poder curativo de decirse a uno mismo la verdad. Los demás, desde sus respectivas tribunas, solo han proyectado su particular concepción del heroísmo y quizá sin saberlo su propio autoconcepto en cada prescripción que realizaban. Pura y dura voluntad de poder de raíz sádica. Como si querer fuera poder, siempre, y viceversa. Cada cual en su pecado lleva su penitencia. Djokovic tardó poco en romper raquetas por aquello de que la presión es un privilegio y la perplejidad creada con Simon en su vuelta in extremis ha desconcertado a más de uno, en un sentido y el contrario. Pronto la atención de muchos de sus fervientes y entusiastas seguidores irá al encuentro epidérmico de mejor causa o más novedosa donde alimentar el voraz narcisismo consumista.
El victimismo gregario y digital tan extendido en nuestro tiempo e íntimamente emparentado con el alma bella hegeliana, “esa conciencia que con el fin de mantener la pureza de los principios en su máxima universalidad (…) o en su pura intencionalidad, termina renunciando a la acción, o mostrando un desapego y desinterés por los modos en que la universalidad se puede materializar o encarnar” se ha terminado encontrando con la fatiga de la compasión generalizada en redes, ya suspicaz cuando no abiertamente desconfiada e incluso hostil, en un contexto pandémico polarizado, e incapaz de distinguir a las victimas auténticas a fuerza de que cualquiera lo termine pareciendo. Después de todo, que el alma bella para Hegel se niegue a alienarse en el mundo para no perder su íntima pureza se puede parecer mucho a no querer arriesgarse a competir por miedo al fracaso, aunque eso aboque a una existencia en eterno estado de melancolía. Ese es el verdadero fracaso, y no perder o ganar, a lo que todos tenemos que aprender en esta vida, tarde o temprano.
Como alternativa a esa visión hooliganesca del mundo que encuentra también en la salud mental otro campo de batalla no tengo remedios originales. En estos casos suelo recordar a Thomas Bernhard «Comprender el desamparo de todos los hombres, pero sin compasión», no promoviendo con ello la falta de piedad, Dios me libre, sino la ausencia de hipocresía farisea, esa que olvida pronto a los juguetes rotos, después de ensalzarlos como héroes, pura objetificación especular de la egolatría de la bondad.
Tiene el dolor traumático algo indecible, una memoria fuera del tiempo, que conecta con la verdad y se malbarata con los eslóganes y los hastags. Quizá sea ese su mayor drama, su paradoja, que las palabras cuando por fin pueden evocarlo rescatándolo del silencio del tabú no están a la altura de la deshumanización experimentada, con la excepción quizá de la literatura y particularmente de la poesía. Y ese es un arte que se escribe y se lee en soledad. Por eso demasiadas veces cuando se logra romper el silencio asistimos a su banalización generalizada por exceso o defecto, por su carácter insoportable, contaminante y renuente a ser nombrado. Y o lo llevan a la hipérbole y se desvirtúa por inflación hasta la caricatura o lo extienden indiscriminadamente sin límite adelgazando su esencia hasta su desaparición. Por eso esta columna es un intento baldío, porque no voy a poder explicárselo a quien más lo necesita y quien más lo necesita no lo sabe. Cuando lo averigüe me encontrará y aquí estaré. Tenía razón Bukowski, se empieza a salvar el mundo salvando a un hombre por vez; todo lo demás es romanticismo grandioso o política. Y en esas estamos. Cuando la salud mental entra en la agenda política de algunos, lo hace así, olvidando que el sufrimiento no sabe de ideologías y es probablemente la única experiencia humana en la que conviven una singularidad radical y una universal necesidad de sentido.
Cuánto echo de menos la imparcialidad homérica en palabras de Hannah Arendt en algunos cronistas profesionales de las Olimpiadas. Esa era la última esperanza a tenor del ruido de las redes sociales. Es importante que el canto homérico no guarde silencio sobre el hombre vencido, dando testimonio tanto de Héctor como de Aquiles; y que aunque los dioses hayan decidido de antemano la victoria griega y la derrota troyana, no convierten a Aquiles más grande que Héctor, ni la causa de los griegos más legítima que la troyana.
Quizá de Japón tengamos que traernos además de medallas su ética wabi-sabi inefable como forma de sortear la dualidad y de apreciar la belleza de la imperfección y del arte de Kintsugi, de reparar lo roto y de valorar sin exhibir, en lugar de ocultar, las grietas que nos conforman.
Este artículo se publicó en el periódico El Mundo el 7 de agosto de 2021
https://www.elmundo.es/opinion/2021/08/07/610d1225fc6c835e358b45f9.html
Comments